Recientemente
han salido sendas sentencias en las que se obliga a Bankia y a Novagalicia
Banco a indemnizar a dos clientes por la pérdida ocasionadas al invertir en
obligaciones preferentes de Caixa Layetana y Caixa Galicia respectivamente en
2008, ante las demandas interpuestas por no haber explicado convenientemente la
naturaleza y características del producto que iban a comprar, ya que de haberlo
sabido nunca hubieran invertido en ellas.
Estas
sentencias, y es previsible que otras que puedan salir en el futuro, abren la puerta
a que afectados por la pérdida de valor en inversiones en preferentes puedan
resarcirse en todo o en parte de sus pérdidas. Sin embargo no todo resulta tan
sencillo. En primer lugar, hay que acudir a juicio, y no todos los afectados
tienen un conocimiento suficiente de la situación procesal española para saber
como y ante quien tiene que interponer la demanda, que recursos se pueden
interponer, que gastos conllevan y quien tiene que hacerse cargo de las costas
del juicio. Hay que analizarlo todo con mucho detalle, porque podría ocurrir
que la indemnización líquida a percibir, sobre todo si fuese en segunda
instancia, una vez descontados los costes de representación jurídica y judiciales,
no compensase meterse en pleitos.
Tampoco
conviene perder de vista que a pesar de que hasta el momento han salido
sentencias favorables, se coge cada caso individualmente, porque hay que probar
que el banco vendió el producto a sabiendas de que no era adecuado para el
cliente por su perfil inversor. Es sobre el demandante sobre el que pesa la
carga de la prueba, y no siempre va a ser fácil conseguirlo, entre otras cosas
porque tiene un contrato firmado con la entidad en el que dice que entiende y
acepta invertir en dicho producto.
Independientemente
de la resolución judicial que finalmente suceda, el caso de las preferentes ha
supuesto la ruptura de la relación de confianza que históricamente mantenían
los inversores españoles con su entidad financiera. Una confianza en muchos
casos de “toda la vida” en la que los clientes siempre han considerado que el
banco era un amigo que estaba allí para satisfacer de la mejor manera posible
sus necesidades de inversión, y no un vendedor de productos que tiene unos
objetivos comerciales que lograr, sin que para ello importe si estos son
adecuados para el cliente. También se ha puesto de manifiesto que en España ha
fracasado estrepitosamente el organismo supervisor correspondiente y que en el
sector bancario la adaptación de la directiva MIFID sobre inversión en
productos financieros deja mucho que desear.
La
conclusión que hay que sacar de este desagradable episodio es que no siempre
nos vamos a poder fiar de las recomendaciones de inversión que nos haga nuestro
banco, más preocupado de conseguir los objetivos de venta del producto
financiero del momento que de atender las necesidades reales del inversor.
Sería conveniente que todo el que pudiese, acudiese a un asesor financiero
independiente que le diese una segunda opinión, atendiendo principalmente a la
edad, conocimientos financieros y perfil inversor del cliente, antes que a
cualquier otro criterio de seguridad o rentabilidad.
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